7 de Noviembre 2003

Depeche Blues y Louis Prima en el barrio de Gracia.

Este fin de semana me he sentido feliz y orgulloso de vivir en el popular barrio de Gracia (BCN). Quienes lo conozcan sabrán del encanto que exhala ese laberinto de estrechas calles de sencillos edificios bajos, de los muchos y variopintos bares y restaurantes que se encuentran hasta en el rincón más escondido, de la bien avenida diversidad de sus habitantes (creo que es uno de los barrios donde hay menos delincuencia de BCN; esto para los que dicen que la delincuencia la traen los inmigrantes: pues aquí está lleno y nunca pasa nada), de las muchas iniciativas artísticas y culturales que se llevan a cabo (capítulo aparte merecen las Fiestas de Gracia, sin duda una de las tradiciones más pintorescas y creativas del país, ¡qué coño!, del mundo; algún día hablaré de ellas). Es un lugar estupendo, para vivir y para salir, para todo. Gracia fue un pueblo hasta que la expansión de BCN lo alcanzó; ahora es una de las principales zonas de marcha de la ciudad, pero a diferencia de otras tiene un aire familiar, amable y reposado, que te deja respirar. La gente es cálida sin llegar al bochorno, alegre sin ponerse histérica (exceptuando, una vez más, las Fiestas de Gracia, que es cuando todo el barrio se vuelve loco). Para mí, Gracia es lo mejor que hay en esta ciudad.

Este sábado por la noche fui a una actuación de Pat MacDonald, un yanqui afincado en BCN, sobreviviente de un grupo de culto de los ’90 (creo) que se llamaba Timbuk 3, al cual no tengo el gusto de haber escuchado. Ahora se busca la vida por aquí, tocando en bares y pequeñas salas, y de vez en cuando graba algo: lo último que ha hecho es un álbum de versiones blues de Depeche Mode. ¿Suena raro?, pues no lo es, queda de puta madre. Ese tono oscuro y esos ritmos contundentes de los Depeche combinan estupendamente con el blues, por no hablar de esas letras de amores desgarrados.

La actuación tuvo lugar en el Electric, un viejo bar de la Travessera de Gràcia, que es una de las arterias principales del barrio (las otras son Torrent de l’Olla y Gran de Gràcia, ambas perpendiculares a la primera). Se llama Electric porque, según me han contado, fue el primer bar de BCN que tuvo electricidad (¿realidad?, ¿leyenda urbana?, no sé). Yo nunca había entrado en ese bar y me quedé alucinado, es como un pequeño túnel del tiempo. Desde fuera parece un “bar Mariano” cualquiera, uno de esos sitios cutres donde los yayos toman carajillos, pero al fondo del local hay una sala en penumbra que se conserva exactamente igual que hace un siglo, con sus mesas y sus sillas y sus cuadros, todo igual. Es sorprendente: llevo cinco años aquí, habré pasado cientos de veces por delante de ese bar y nunca se me habría ocurrido que en su interior hubiese algo así. Si tiene algo bueno vivir en una gran ciudad es que uno nunca termina de conocer los secretos que alberga. Una ciudad es muchas ciudades, tiene muchas dimensiones.

Lógicamente fue en dicha estancia donde se llevó a cabo la actuación, que a la única luz de las velas cobró un aire muy especial. El tipo tocó solo con su guitarra acústica y su armónica, muy chulo él, y os juro que los temas de Depeche sonaban como auténticos blues de la América profunda (“My favourite blues band: Depeche Mode”, dijo el tipo). Éramos unas cincuenta personas más o menos y creo no equivocarme si digo que todo el mundo estaba encantado, ya fuese por la música o por la magia del momento, o por ambas. Y luego resulta que en el Electric hay actuaciones todas las semanas, los jueves, viernes y sábados, y yo sin enterarme; a partir de ahora me verán más por ahí. Luego fuimos unos cuantos al Limit, otro extraño lugar donde parece que se haya detenido el tiempo, pero de otra manera: sólo ponen tecno-siniestro de los ’80. Un bar deliciosamente decadente, huele a club de alterne reciclado. Y terminamos en La Perla, un garito de reciente apertura (creo que no lleva más de un año), también bastante retro, pero en la vertiente Led Zeppelin-Deep Purple-Black Sabbath. La cosa iba de retro esa noche. Fue estupendo.

Y el domingo por la tarde asistí a uno de los eventos que más placer me han dado en los últimos meses (y me dará, porque sigue el próximo fin de semana): el IN-EDIT, 1er Festival de Documental Musical (¿del mundo?, quizá; yo no conozco ningún otro).

El domingo era el tercer día del Festival, pero yo no voy todos los días porque es un pelín caro (iré el sábado que viene). Pero vale la pena. Para empezar, el lugar donde se lleva a cabo, el Club Helena, parece ser otro de los secretos mejor guardados de Gracia (ha sido un “finde” de hallazgos). En un desapercibido edificio de la calle Ros de Olano (junto a Gran de Gràcia), una sencilla construcción de pocos pisos como tantas otras del barrio, uno sube al segundo y se encuentra en un imponente cine como los de antes, todo de madera y más grande que muchas salas de BCN. Impresionante: una vez más, algo que a uno ni se le habría ocurrido que estuviera ahí. Sólo por descubrir esto ya me alegro de haber ido, aunque hubiera sido para una muestra de papiroflexia. Pero además, el Festival es fantástico, con un programa amplísimo (uno se puede tirar todo el día ahí, pero tampoco es plan) que abarca desde principios del siglo XX hasta la actualidad, desde el blues del Delta hasta Robbie Williams, todo. Una experiencia INMENSA para cualquier apasionado de la música que se precie (buena música, se entiende). Concretamente hubo dos documentales maravillosos: el de los 57 hijos de Screamin’ Jay Hawkins y el de la vida de Louis Prima.

Screamin’ Jay Hawkins era un extraño soulman de los años ’50. Sus shows eran bastante surrealistas para la época: el tipo salía de dentro de un ataúd y actuaba con una especie de capa de Drácula y una calavera en la mano; fue seguramente el primero en la historia del rock & roll que hizo gala de toda una parafernalia macabra. Era un negro robusto con una voz grave y viril, y aullaba como un lunático; las mujeres se volvían locas. Tenía mujer y dos hijos, pero después de cada actuación se iba con una distinta. Hay quien dice que tuvo 37 hijos, otros dicen 57, otros 75; es imposible averiguar la cifra exacta, pero por todo el mundo hay tipos que dicen ser hijos de Screamin’ Jay Hawkins (América, Europa, Asia). No tendría mucho sentido que mintiesen, pues no hay fortuna que repartir (Hawkins murió en la miseria). A algunos les dio un vuelco la vida al enterarse, porque siempre habían creído que sus padres eran otras personas. Hay testimonios como éste: “Mi madre y yo nos dirigíamos a un puesto de helados, ella llevaba rato muy pensativa. Cuando llegamos y le pregunté de qué sabor quería el helado, ella me dijo: Hija mía, tu padre es Screamin’ Jay Hawkins”. Una documentalista intentó convocar a los 57 hijos (que por algún motivo parece la cifra más aproximada), pero sólo consiguió reunir a cinco, todas mujeres, una de ellas la hija “oficial”. Es estremecedor el momento en que se encuentran las cinco y comprueban cómo se parecen entre sí (hasta entonces ninguna conocía a las demás). Hay dos que son casi iguales y no pueden parar de reír y abrazarse. En cambio, “la oficial” arrastra un cabreo perpetuo con sus hermanastras: para ella es como si le hubieran arrebatado a su padre. Tiene 50 años, pero se convierte en una niña cuando habla: un buen día su papá desapareció y no lo vio más. Le ha llevado toda la vida comprenderlo, ¡y ahora vienen éstas diciendo que también son hijas de su papá! Intenta ser agradable con ellas, pero le cuesta mucho. Y hay otra que se echa a llorar porque es la única que no conoció a su padre; las otras cuatro sí estuvieron con él en algún momento de sus vidas.

Screamin’ Jay Hawkins acabó más solo que la una, qué irónico. Aunque en realidad siempre estuvo solo, porque quiso.

Y el documental de la vida de Louis Prima es lo más bonito que he visto últimamente en cine. Yo no tenía idea de lo inmenso que era este tío.

Louis Prima era un gran cantante y trompetista italoamericano que compuso e interpretó algunas de las mejores piezas de jazz y música popular americana (Just a gigolo es la más conocida); en la cúspide de su carrera llegó a ser tan famoso y deseado como Frank Sinatra. Su toque magistral consistía en perderle el respeto al jazz sin dejar de tocarlo bien: no sólo dominaba ese género como el que más, sino que además lo parodiaba, no tenía ningún reparo en reírse de ello, y sus shows eran tan perfectos como divertidos. El público se sorprendía disfrutando de la música y partiéndose de risa al mismo tiempo. Era sorprendente la inmensa habilidad que tenía el tío (¡y también sus músicos!, ¡estaban todos locos!) para cantar y tocar estupendamente y hacer cabriolas a la vez. Era como si les importara un pimiento desafinar, pero sin desafinar jamás. Su simpatía era sincera y contagiosa, y sus payasadas desternillantes. En uno de sus números más célebres, la segunda cantante de la banda (la mujer de Louis) permanecía rígida y obstinadamente seria mirando cómo su marido y los otros liaban la juerga padre. Os juro que pocas veces me he reído de tan buena gana con unos músicos, aunque estén en la pantalla de un cine. Era también muy emotivo cuando, ya en la actualidad, salía hablando el saxofonista de la banda y se le saltaban las lágrimas al recordar lo bien que lo pasaban en el escenario. Esta gente parecía tener muy claro que el sentido de la vida está en hacer bien tu trabajo divirtiéndote como un loco. Esa noche salí del Club Helena con una ración extra de ganas de vivir.

Y de vivir en Gracia, por cierto.