2 de Julio 2007

NEW YORK, NEW YORK (IV)

New York - Harlem

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Seguimos en domingo 8 de abril. Nos bajamos en la parada de la 125 con la Avenida Lenox: el Harlem. Lo primero que notamos al poner el pie en este barrio es que debemos ser los únicos blancos en algunos kilómetros a la redonda. Está claro que los turistas (aún) no van al Harlem.

Esta vez, sin embargo, no hay sensación de amenaza y desolación como cuando íbamos en metro por el Bronx: al contrario, el ambiente resulta agradable. El Harlem no te mira con resentimiento. En los años 20, el Harlem fue una gran fiesta, una gran sonrisa negra ante la avinagrada cara de la raza blanca; y aunque la situación política ha cambiado mucho, algo de todo eso ha quedado. En la comunidad afroamericana por antonomasia, sus habitantes hacen gala de esa alegre dignidad típica de los negros que saben que, cultural y artísticamente, no tienen nada que envidiar a ningún blanquito. La gente de este lugar va a su (buen) rollo y pasa bastante de nosotros, no parece extrañarle la presencia de dos blanquitos cargados de bolsas o bien no le importa en absoluto, o quizá ambas cosas; y aun admitiendo que nos choca no ver ni una sola cara blanca a nuestro paso, lo cierto es que ya no nos sentimos como intrusos.

New York - Harlem

Harlem era uno de los sitios que me hacía más ilusión visitar, porque algunos de mis ídolos del jazz vivieron o desarrollaron sus inmensas carreras en él: Louis Armstrong, Billie Holliday, Mezz Mezzrow (el blanco que llegó a ser negro; por lo que más queráis, leed su libro La rabia de vivir, la mayor oda al Harlem que se haya escrito jamás), Thelonious Monk, Miles Davis... Además, fue la cuna de lo que se llamó el Renacimiento Negro, el primer gran movimiento cultural y artístico afroamericano (la “gran fiesta” de la que he hablado antes). Varios poetas, novelistas e intelectuales de Harlem publicaron libros que por primera vez trascendieron a la sociedad blanca; pintores y fotógrafos hicieron lo propio; el teatro Apollo ofrecía apoteósicas actuaciones de los más grandes músicos negros de todos los tiempos; cómicos y bailarines recorrían cada noche todos los bares de la vecindad, montando el número y pasando la gorra; amén de las consabidas e innumerables bandas de jazz que se liaban a improvisar en cualquier sitio…

Por supuesto, hoy día no se ve tanta movida: primero porque ya queda lejos la era dorada del jazz y el Renacimiento Negro, y segundo porque la vida moderna lo estandariza todo en todas partes. Pero, como suele decirse, quien tuvo retuvo. Todo el que haya pisado Harlem no podrá menos que decir que hay algo especial en sus calles. Sus señas de identidad, las huellas de su vigoroso pasado, se hallan por doquier: viejos restaurantes barbecue (y también nuevos), auténticos clubs de jazz de aquella época, edificios históricos (el citado teatro Apollo, el hotel Theresa…), murales en las fachadas, museos de arte afroamericano, peluquerías afro, puestos callejeros… La vida en el Harlem parece chispeante; me habría quedado una temporada sin ningún problema.

Lo primero que hacemos es buscar dónde comer, que ya son cerca de las cinco de la tarde. En la misma esquina de la 125 con Lenox encontramos un buffet libre afro y no nos lo pensamos. Comemos rodeados de grupitos de viejas negras horterísimas con los cabellos cardados y ropas de colores chillones, y en el hilo musical suena música soul de los años 60. Debo estar soñando. Mi menú: costillas a la barbacoa con guarnición de arroz con frijoles y banana frita. Esto es vida. Calculo que en Barcelona deben ser las once de la noche y le envío un sms a mi hermana, que es una forofa de la cultura afroamericana; le digo lo de las costillas, las yayas negras y el soul. Recibo su respuesta: la pobre no se lo puede creer, je je jeeee. (Un beso, guapa).

Después de comer recorremos varios tramos de la 125, el principal eje comercial de Harlem, curioseando en puestos callejeros, tiendas de ropa y demás. Rosalía se compra unas bambas que según ella son inencontrables en España y yo una camiseta con un estampado que dice: “I’m so… Harlem!”, para mi hermana. Queríamos visitar el Studio Museum, un centro cultural con una buena colección de arte afroamericano, pero cierran dentro de unos veinte minutos y ya no vale la pena. Algunas instantáneas del paseo:

New York - Harlem
Callejeando por la 125, también llamada Martin Luther King Boulevard.

New York - Harlem
El teatro Apollo, crisol de la música popular afroamericana (y universal).

New York - Harlem
Una hilera de brownstones, típicas casas de Harlem.

New York - Harlem
En la izquierda, al fondo, el hotel Theresa, uno de los puntos neurálgicos del antiguo Harlem. Se le conocía como “la sede social de la América negra”, y hospedó a famosos músicos, cantantes, deportistas… hasta a Fidel Castro una vez que estuvo de incógnito en New York. En los años 60 fue la sede de la Unión Afroamericana de Malcolm X. Lástima que ahora sea un edificio de oficinas… La vida moderna, ya lo decía antes. En la derecha, un señor portorriqueño que conoceremos en el Lenox Lounge, uno de aquellos clubs de jazz de los años 30, que está en el cruce de la 125 con Avenida Lenox (también llamada Malcolm X Boulevard). Aquí podéis ver el exterior:

New York - Harlem

Entramos en el Lenox Lounge. El bar está semivacío a estas horas, sólo hay tres personas aparte de la camarera: un joven negro muy bien vestido, con un suéter y un pantalón muy pijos, que nos saluda amablemente al vernos entrar; un tipo blanco, el primero que vemos en Harlem, de mediana edad y también muy arreglado; y el portorriqueño de la foto; los tres en la barra, no hay nadie sentado. Nosotros nos sentamos en un reservado y esperamos a que venga la camarera, ambos contemplando encantados la añeja decoración del local. De repente se gira el portorriqueño y nos espeta, en español y con un leve tono despectivo: “¿Dónde está la diversión?” Nos quedamos cortados, no sabemos qué responder; inmediatamente nos pregunta: “¿Italianos?” “Españoles”, respondemos. “¡Españoles!”, exclama, y se le ilumina la cara. “¡La madre patria!”, añade, y se nos acerca y se presenta, dándonos la mano efusivamente (no recuerdo su nombre, lástima), y empieza a hablar por los descosidos el tío. “¡Yo soy portorriqueño!”, dice, y nos pregunta de qué parte de España venimos: “De Barcelona”. “¡Barcelona! ¡Ah, qué bonito Barcelona! ¡Yo estuve allí y me gustó mucho! ¡Yo estuve en la Armada, ¿saben?, y una vez desembarcamos en Barcelona y lo pasé muy bien! ¡Era cuando aún estaba Franco, miren si hace tiempo! ¡Yo estuve en muchos sitios con la Armada! ¡Estuve en Vietnam! ¡Allí me pegaron un tiro en la pierna y desde entonces la tengo jodida!” “Vaya por dios”, le digo. (No sé, ¿qué hubierais dicho vosotros?) “¡No pasa nada!”, replica él, “¡Gracias a eso, el gobierno me paga mil quinientos dólares al mes y puedo comer todos los días!”, y se ríe a carcajadas.

El tío es tan simpático que estamos un tanto abrumados; no sé si se da cuenta, porque enseguida dice: “¡Bueno, mucho gusto, encantado de conocerles!”, y nos da la mano otra vez. Me atrevo a preguntarle si me deja hacerle una foto: “¡Pues claro, cómo no! ¿Cómo me pongo?”, y él mismo se responde: “¡Así, luchando!”, y adopta la pose de disparar con un fusil. Le hago la foto y le doy las gracias, y ahí queda el bonito retrato que habéis visto más arriba.

New York - Harlem
El portorriqueño se vuelve a la barra y se pone a charlar con el tipo blanco. A todo esto, Rosalía y yo empezamos a sospechar que la camarera no piensa venir hasta donde estamos, pues nos ha ignorado todo el rato. Puede que las mesas sean sólo para servir cenas, no tengo ni idea. En fin, me levanto y me acerco a la barra; justo entonces, la camarera desaparece por una puerta al fondo de la estancia, que por lo visto se comunica con otra sala. Pues qué bien. Me quedo en la barra como un tonto. El joven negro, que está a mi izquierda, se dirige a mí: “¿De dónde venís?”, me pregunta en inglés. “From Barcelona”. “Ah, Barcelona”, dice, y me informa de que en ese momento hay en New York algún tipo de certamen sobre Barcelona, mi parco inglés no me permite comprender de qué se trata exactamente; le pregunto si se refiere a un recital de poesía catalana que dio el mismísimo Lou Reed (obviamente traducida al inglés) poco antes de que Rosalía y yo llegásemos a la ciudad, y responde que quizá eso fuese parte del certamen, pero que hay más cosas. Le digo que me parece bien y me presento; él se llama Mark. Seguimos charlando de generalidades de New York mientras Rosalía se dedica a tirar fotos desde su asiento. El tal Mark tiene buena conversación y se diría que está contento de que un par de turistas blanquitos se preocupen por conocer el Harlem y sus habitantes; o tal vez me lo estoy imaginando. Le digo en broma que lo mejor que hemos encontrado en todo Manhattan es el cigar bar que tenemos al lado de casa, y se parte de risa. Eso nos lleva a la prohibición de fumar. Le digo que comprendo que se prohiba en los restaurantes y cafeterías, pero no en todos los bares de copas de la ciudad. Responde Mark que en parte lo encuentra justificado porque las enfermedades por tabaquismo cuestan mucho dinero al Estado, pero que a él también le jode bastante tener que salir a la calle para poder fumar. “Además, yo no fumo cigarrillos, sino puros”, añade. (Por algún motivo, mucha gente joven fuma puros en New York, algo nada frecuente en España.) “¿Tú te crees que tengo que fumarme un puro en la calle? ¡Eso no se fuma en un par de minutos! ¡Te puede durar media hora!”

Al fin aparece la camarera tras la barra, una chica negra y delgada, con ropa provocativa pero gesto hiératico, y se molesta en preguntarme si voy a tomar algo. Le pido dos cervezas. En eso que del fondo del local sale un anciano negro, alto, con barba blanca, gafas, traje y corbata; cruza la estancia muy digno y parsimonioso, se me acerca y me entrega un flyer con la programación de conciertos del Lenox Lounge, invitándome a acudir a alguno de ellos, y luego prosigue hasta la puerta y sale a la calle… Le muestro el flyer a Mark para que me recomiende algún concierto; echa un vistazo y dice que conoce a los que tocan el miércoles siguiente: los Nathan & Max Lucas Organ Trío, un combo de guitarra, batería y órgano (un órgano eléctrico auténtico, de los de antes, especifica Mark), con un sonido muy poderoso. Y además sólo cuesta cinco dólares… y sin la puñetera comisión de Ticketmaster, sólo faltaría. Bien, parece que voy a poder ver un buen concierto en New York, finalmente. Le digo a Mark que probablemente vendremos Rosalía y yo el miércoles, y le pregunto si él estará también. “Sí, soy asiduo. Vengo todos los días”, responde. Quedamos en vernos entonces. La camarera me sirve la bebida, pago y le digo a Mark que voy a sentarme un rato, y me vuelvo con Rosalía. Nos tomamos las cervezas mientras comentamos todo lo visto y vivido hoy. Estamos contentos, hemos puesto una pica en Harlem (¡je!)

New York - Harlem

Pero también estamos cansados, que llevamos todo el día dando vueltas, así que decidimos marcharnos a casa. Nos despedimos del amable Mark hasta el miércoles siguiente y salimos del bar. Nos dirigimos al metro, con el crepúsculo recortándose en las coloridas fachadas del Harlem. Por primera vez siento que nos estamos haciendo con la ciudad, o la ciudad se está haciendo con nosotros, no sé muy bien. En cualquier caso es fantástico. To be continued.

(Imágenes por HenryKiller.)

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