CAPÍTULOS ANTERIORES: I, II, III y IV
Buenos días. A estas alturas ya os debe importar un pimiento esta crónica Lo sé y lo comprendo, llevo meses sin escribirla. Pero bueno, esto quiero acabarlo como sea, aunque no lo lea ni dios. ¿Por qué? Pues no sé, ¿quién sabe? ¿Alguna idea?
Lunes 9 de abril por la mañana; Brooklyn, al otro lado del río East. Salimos del metro justo delante del ayuntamiento y paseamos por la zona comercial de Brooklyn Heights, el primer distrito histórico de Brooklyn. Como de costumbre, al sacar el plano nos abordan para ofrecernos ayuda, pero esta vez se me queda en la memoria porque la persona en cuestión es un señor con acento italo de entre sesenta y setenta años, alto y muy apuesto, y vestido como un mafioso, con traje y corbata bajo un flamante abrigo largo de color crema, y con un espléndido cabello blanco engominado hacia atrás; parece salido de alguna película de Scorsese. El tío, la mar de cortés y simpático, no se limita a preguntarnos qué calle buscamos, sino que además se interesa por nuestra procedencia y, al decirle que venimos de BCN, se le ilumina la cara y dice que él la visitó cuando servía en la marina, y además apostilla cuando aún estaba Franco, igual que el portorriqueño que conocimos ayer en Harlem (ver capítulo anterior). Uno diría que aquí todos los hombres de entre sesenta y setenta años han estado en BCN con la marina americana cuando aún estaba Franco.
Nos internamos en la zona residencial de Brooklyn Heights, que limita con el río. Desaparecen los comercios, aquí hay sobretodo tranquilidad y preciosas casitas del siglo XIX, de dos o tres plantas, perfectamente conservadas. Brooklyn es un lugar encantador; si me dejasen elegir un solo sitio de New York donde poder vivir una temporada, probablemente me quedaría en Brooklyn. Me recuerda un poco a mi barrio, Gracia, por las viejas casas bajas y ese aire pseudorrural típico de las villas antiguas anexionadas a una gran ciudad; pero tiene el atractivo añadido de hallarse al borde del río, lo cual produce una mayor sensación de placidez. Como un cómodo y apacible limbo desde donde contemplar ociosamente, a lo lejos, el enloquecedor trasiego de la Gran Manzana.
Actualmente, sin duda en Brooklyn se vive mejor que en Manhattan. En la vibrante isla te encuentras en el meollo, en el ombligo del mundo; pero en Brooklyn hay más calidad de vida, sin tanto tráfico y estrés, y sin tanta obsesión por estar a la última. Los habitantes de Brooklyn no andan tan deprisa como los de Manhattan, y eso debe querer decir algo. Y con el metro abierto las veinticuatro horas del día, a quién le importa no encontrarse en el meollo: uno puede plantarse donde sea en cualquier momento. Es más difícil ir de madrugada desde el Clot hasta el centro de BCN que cruzar el río East desde Brooklyn a Manhattan.
Paramos un rato para tomar unas cañas de Brooklyn Lager, la cerveza por antonomasia de New York, por las que nos cascan cinco dólares cada una (los precios populares no son un atractivo de esta ciudad), y seguimos el paseo. Y al final de una bucólica calle, tras una placeta con una tupida hilera de árboles
la Gran Postal de New York: el skyline.
Momentazo momentazo. El Sueño Americano en persona. Como dije en un capítulo anterior, me fastidia la ostentación de poder económico y mediático tan propia de este país, pero cuando tienes todo eso enfrente te quedas con la boca abierta. Es que es muy chulo, oigan. No sé explicarlo mejor.
Rosalía sobre un banco, fotografiando el skyline, junto a una señora que almuerza tranquilamente, con esa indiferencia tan neoyorkina.
Pero va siendo hora de comer algo, así que nos quitamos el encandilamiento de encima y volvemos a callejear por el barrio hasta dar con el Tutt Café, un pequeño y coqueto local cuyo dueño, a quien podéis vislumbrar en la foto de la izquierda, nos obsequia con una amabilidad exquisita y unas sabrosas especialidades egipcias, probablemente la mejor comida que tomamos en todo el viaje. Luego pasamos por la calle Orange, donde vivió el primer gran poeta norteamericano moderno, Walt Whitman, e imprimió su seminal Hojas de hierba; y donde además transcurre una de mis novelas preferidas de Paul Auster, Fantasmas.
De hecho, debo confesar que nuestro plan para esta tarde consiste en dar el mismo paseo que el protagonista de Fantasmas en un capítulo de la misma: desde la calle Orange acercarnos al puente de Brooklyn, cruzarlo a pie hasta el Lower Manhattan (la parte baja de la isla) y luego seguir hacia arriba por la calle Center, atravesando Chinatown, el Soho, el Village
abarcando así buena parte del espectro neoyorkino (o lo que nos den las piernas). Así que allá vamos.
El puente de Brooklyn se inauguró en 1883 (!!!) y en su construcción murieron decenas de personas, incluido el arquitecto que lo diseñó. Es pasmoso que este mastodonte de 16 kilómetros de largo tenga más de un siglo de antigüedad; resulta muy moderno para aquella época. Ocurre lo mismo con los rascacielos: los primeros que se construyeron tienen ya un siglo, por ejemplo el Flatiron, mi preferido (lo veremos en otro capítulo), que es de 1902. Parece mentira.
Y cruzamos el puente, eso es todo. Grandiosas vistas. Manhattan al fondo. Esto es vida.
Desde aquí vemos otro de los grandes puentes de New York, el llamado puente de Manhattan (aunque, de hecho, todos llevan a Manhattan). Abajo, el río East, con el transbordador de turno para cumplir una vez más con los tópicos.
Y llegamos al Lower Manhattan (en la foto izquierda), que visitaremos más a fondo otro día. Tras una parada en un drugstore para saciar la sed y hacer pis, pues veníamos meándonos desde la orilla de Brooklyn, seguimos Manhattan arriba hasta Chinatown (en la foto derecha).
Chinatown está hasta arriba de gente, pero no me agobia tanto como la 5ª Avenida, pues no tiene el pijerío insufrible de ésta, y me hace gracia el exotismo de sus calles.
Hoy en día, no nos engañemos, Chinatown es poco más que un gigantesco todo a cien, pero todos sabemos que ése es el destino final de todo lugar exótico.
Dragones en el techo de un bazar de Chinatown.
Seguimos Broadway arriba, pasando por el Soho. Las fachadas de metal forjado de este barrio son fantásticas. Nos habría gustado verlo más a fondo, y también Tribeca, y Chelsea, y el Lower East Side
pero sencillamente no hay más horas en el día (ni piernas de repuesto).
Y llegamos al Village, centro neurálgico de la vieja bohemia neoyorkina, aunque ahora se ha puesto de moda como tantos otros barrios bohemios (en BCN sabemos algo de estas cosas). Pero el Village lo veremos más otro día, porque ya no nos aguantamos derechos. Al llegar a la calle Bleeker vemos un bar y nos arrastramos hasta él, y ahí nos quedamos un buen rato, reponiéndonos y engullendo toda la cerveza que podemos, antes de volver a casa. Y ya vale por hoy, oigan. To be continued.
(Imágenes por HenryKiller.)