En cuanto llega el buen tiempo se le empieza a ver por las plazas de Gracia, con su boina, su carpeta bajo el brazo y esa raída cazadora de piel con la que debe estar asándose. Ya está por aquí el Sr. Eusebio, toda una figura de este barrio. Un viejecito chaparro que camina encorvado, a pasos muy cortitos, recorriendo lenta y penosamente las terrazas de los bares, ofreciendo sus dibujos por un euro cada uno. Sus dibujos son como éste:
Henry Killer visto por el Sr. Eusebio
Todos los que frecuentamos las terrazas de este barrio hemos sido alguna vez abordados por el Sr. Eusebio, aunque la palabra abordados no debe ser la más idónea para describirlo, pues el hombre se te dirige con la mayor educación, con un hablar tan lento como sus pasos, pero firme, sin titubeos, con maneras de caballero; resulta distinguido a pesar de su aspecto algo contrahecho (un hombre a dos carrillos pegado: sus mofletes son enormes, más grandes que su propio rostro, y le rebosan por los lados; y su labio inferior, también desmesurado, se superpone perpetuamente al superior). Cuando te enseña sus dibujos, lo primero que piensas es que está loco, impresión que queda inmediatamente desmentida al mirarle a los ojos, que tras sus gafas aguantan la mirada con toda naturalidad y tienen un brillo de lucidez e inteligencia. El Sr. Eusebio no está loco, al contrario, sabe muy bien lo que hace. Bajo sus lánguidos movimientos se entrevé una curiosa vivacidad; si tardas un segundo en responderle ya se te ha sentado al lado y ha empezado a retratarte. Entonces, quizá piensas que te está tomando el pelo bueno, supongo que eso depende de cada cual. Por mi parte no lo veo así; más bien interpreto su actitud como una deferencia, como diciendo: Sé muy bien que no tengo puta idea de dibujar, pero prefiero darte esto en vez de pedirte un euro por la cara.
Este domingo al mediodía estábamos Rosalía y yo tomando el aperitivo en la plaza del Sol y vimos al Sr. Eusebio hacer su primera aparición de la temporada. Me alegré de verlo. Me ofreció un retrato y acepté (me ha puesto más pelo del que tengo, sabe cómo contentar al cliente). El verano pasado ya retrató a Rosalía y le dijo: Tú no eres de aquí, ¿verdad? No, soy de Madrid, dijo ella. ¡Ah Madrid, qué bonito Madrid! Cuando era joven pasé mucho tiempo en Madrid. Vivía en una casa de huéspedes y allí tocaba el piano, nos contó. Fue entonces cuando imaginé que el Sr. Eusebio debió dedicarse a la farándula: ese don de gentes del que hace gala da para pensarlo. No me atreví a preguntárselo; un día de éstos lo haré. El caso es que en los últimos años, el Sr. Eusebio ha alcanzado cierta fama local debido a un documental que le hicieron unos alumnos de una escuela de cine, que se pasó en diversos festivales y muestras y del que desgraciadamente no puedo decir más, pues no lo he visto ni sé si está disponible en alguna parte (si alguien lo sabe, por favor que lo diga). Un amigo mío me contó que vio por la tele un reportaje sobre indigentes y salió el Sr. Eusebio y sus hijos, que decían que su padre no era ningún indigente, que ellos podían mantenerle sin problemas, pero él prefería andar por ahí ofreciendo retratos por un euro para pagarse unas copillas, ya que su familia no le dejaba beber. Sin embargo, a Rosalía y a mí nos dijo que lo hacía porque la pensión no le llegaba para vivir. Vale, igual sí que nos está tomando el pelo.
A veces me asalta el recuerdo de un bar. Pero no de un bar cualquiera, sino uno concreto; un sitio en el que he estado alguna vez, aunque sé que no existe. Un lugar suspendido en el tiempo, un bar metafísico. Un espacio fuera del espacio. Un garito en el que, al entrar, el resto del mundo desaparece y nada importa. El mundo real se queda tras la puerta de entrada. En su interior, la noche dura toda la vida.
No sé exactamente cómo es; sólo recuerdo la penumbra y el humo, y que hay bastante gente, pero no tanta como para agobiarte. La gente es como tú: está ahí porque no puede estar en ninguna parte. No hablas con nadie, pero de algún modo sabes que todos los presentes os habéis descolgado, para siempre o no, de una existencia insatisfactoria, y permanecéis en una especie de limbo mental; y esa certeza te hace sentir mejor, aunque no te sirva de nada. Un bar al que puedes ir solo tranquilamente, sabiendo que no desentonarás. De hecho es al ir solo cuando la cosa cobra todo su sentido. Para ir con los amigos hay otros bares, aquí se viene solo: el hallazgo es mayor así.
Suelo recorrer con la memoria las calles de esta ciudad, tratando de localizarlo. Nunca lo consigo, sé que nunca lo conseguiré. Probablemente no existe, ya lo he dicho. A veces pienso que lo he soñado, otras que lo he visto en una película o que me lo han contado (de noche se cuentan las cosas más raras). Pero casi siempre pienso que en el pasado, estando en cualquier parte, me he sentido como si estuviera en ese bar que no existe. Es difícil de explicar. Me acuerdo de un garito en Lisboa, en mitad de una calle estrecha, empinada y tranquila, por la cual, durante el día, trepaba un viejo funicular. De noche tenía algo de fantasmagórico aquel arcaico vehículo aparcado en lo alto de la calle, por donde yo pasaba para bajar hasta el bar. Y el bar parecía tener la cualidad de suspender el tiempo en un radio de unos cuantos metros a su alrededor. No existía pasado ni futuro, recuerdos ni anhelos: sólo la alegría del desarraigo. Me habría quedado allí toda la vida, sin hacer nada en especial, simplemente sentado a la barra, bebiendo y contemplando ociosamente las evoluciones de la parroquia. Nada me hacía más feliz en aquel momento. No buscaba nada más.
Y me acuerdo también de un extraño garito que descubrí hace años en Barcelona, llamado San Bukowski. Estaba en la calle del Lliri, justo encima de la Travessera de Dalt, en los límites del barrio de Gracia. Una madrugada salía yo del KGB y un tipo me dio una tarjeta: San Bukowski. Aún la conservo: en un lado sale el careto de Bukowski y en el otro un croquis con la situación del bar. Cuando llegué, la persiana metálica estaba cerrada. Llamé y me abrieron. La penumbra, el humo. La única iluminación la daban unas cuantas velas encendidas. Pero esta vez no había nadie, sólo el camarero y un borracho que dormía la mona apoyado sobre una mesa. Era un local pequeño: un pasillo con la barra a la izquierda, tres o cuatro mesas y un minúsculo escenario al fondo. En la pared del escenario había un mural con el careto de Bukowski y un par de estanterías con libros. Todavía hoy me arrepiento de no haberme acercado a ver qué libros eran, aunque obviamente debían ser de Bukowski. Me quedé en la barra y pedí una cerveza. No había música, nadie decía nada. El camarero no parecía saber muy bien qué hacer. Algo receloso le pregunté si allí no iban nunca mujeres. Espero que sí, me respondió. Resultó que le estaba cuidando el bar a un amigo. Ah, respondí. Y eso fue todo, me tomé la cerveza y me largué; pero durante ese rato, de nuevo tuve la sensación de hallarme a un millón de años luz sin haber salido de la ciudad. Fui otra noche, pero no me abrieron la persiana; ya nunca más lo hicieron. No se oía nada dentro. Podía haber alguien o no. Supongo que no. Desapareció de manera tan extraña como había aparecido.
No he vuelto a sentirme así en ninguna parte; creía que tarde o temprano encontraría ese bar y me quedaría ahí para siempre. Sería lo justo, hace mucho que lo busco. Pero no. Se me escapa.
(Escrito en agosto de 2004. No, ya no lo busco; me quedo en el mundo real. Buenas noches.)
Habéis roto. Bueno, era de esperar; quien más quien menos todo el mundo sabía que esto iba a pasar tarde o temprano. Lo que sorprende es la manera con que lo habéis hecho, el golpe de efecto más trompetero de los últimos tiempos. Cuando parece imposible que podáis caer más bajo en chabacanería y juego sucio, siempre lo lográis de nuevo; felicidades. Que vuestras decisiones tienen más de pose que de lógica, no hace falta que nadie os lo diga porque ya lo sabéis (no creo que seáis idiotas otros calificativos se me ocurren, pero no idiotas), y evidentemente no os importa un carajo. Por primera vez se ve un pequeño atisbo de solución a un problema espantoso, pero vosotros hacéis todo lo posible porque se vuelva a cerrar la persiana. Porque en realidad no es solucionar problemas lo que queréis, sino pura y simplemente ganar, aunque la palabra ganar pierda todo su sentido en un debate como éste. La envidia es un vicio repugnante en todos los casos, pero lo es más aún cuando el objeto de la misma afecta a vidas humanas. Pero vosotros ahí, erre que erre. Si no pudisteis conseguirlo vosotros, que no lo consiga nadie. Felicidades, felicidades.
Ya tengo mote en la plataforma: me llaman El Negociador, porque les pego cada grito a los clientes que los dejo tiesos. Los hijos de puta de mis compañeros se descojonan oyéndome. Mis berridos hielan la sangre. Bueno, cuando me entran bien soy muy amable, ¿eh? Incluso me lo dicen muchos clientes: Muchas gracias, ha sido muy amable. Ya era hora de que me atendiese alguien tan amable. Pero cuando me entran ya gritando tengo una mala hostia que acojona, oigan. Ya proliferan los chistes sobre mí: que me van a poner de especialista en casos difíciles, que soy el icono de la compañía Esto es como el cole, ya lo dije. Buenos días a todos.
(Ah, y disculpen el retraso.)