Este fin de semana, Rosalía y yo nos hemos alojado en el legendario hotel Ritz de Barcelona (ahora se llama Palace, pero para mí siempre será el Ritz). Sí sí, el mismo en el que siempre se aloja Woody Allen. ¿El motivo de semejante vacilada?: fue mi regalo de cumpleaños a Rosalía. Mis amigos tendrán que pagarme las copas el resto del verano, pero sé que lo comprenderán. Obvio decir que ahora estoy a dos velas, pero ¡¡qué cojones, si lo estoy todos los meses por una cosa o por otra!! Pues al menos una vez, que sea con clase. Lo cierto es que, al hacer la reserva, yo había pedido una habitación de las más normalitas, y cuando entramos me quedé con la boca abierta al comprobar que la habitación normalita era tan grande como el piso en el que vivo, y con ese lujo decimonónico que yo sólo había visto en las películas; no puedo imaginar cómo debe ser una suite presidencial. Teníamos dormitorio, sala de estar, dos baños (ambos con bañera) y un ropero un poquito más pequeño que el lavabo de mi casa. Cenamos también en el hotel (la cena más cara de mi vida) y nos echamos unas buenas risas comportándonos como asquerosos nuevos ricos. Cuando me trajeron la cuenta se me cortó la digestión, pero sigo pensando que valió la pena. Luego salimos a tomar unas copas, y les diré una cosa: ¡¡realmente se ve la ciudad de otra manera saliendo del Ritz!!
A lo mejor pongo fotos, ya veremos. Buenos días a todos.
Si pudiera escalar con las manos atadas las fachadas de mi barrio a la cremosa luz del crepúsculo, la sonrisa que se me pondría sería tan amplia que saldría de mi cara y llegaría hasta Berlín, y probablemente creerían que alguien ha levantado otro muro y se cabrearían bastante, y a mí me importaría un carajo. No tengo ni idea de lo que intento decir. Sólo sé que al pasear por estas calles a mediodía me abruma una alegría desintelectualizada, una felicidad sin argumentos, algo que años atrás no podía ni soñar. Durante un rato desaparezco en mis pies. Entro en el mercado sin intención de comprar nada, cruzándolo al ritmo del bullicio de los tenderos, sólo para dejarme invadir por los vivos colores de las frutas de los puestos. Ahora hay un puesto nuevo de sushi, lo cual no tiene ninguna utilidad para mí, pero lo lleva una japonesita que te sonríe aunque pases de largo y sólo con eso me habrá dado un par de segundos más de vida. (Jamás creí que pensaría esto.) Me siento en los bancos de las plazas, junto a los viejos y los guiris y los niños y los yonquis y los universitarios y el Sr. Eusebio, cada uno con su canción silenciosa o no, y de algún modo soy todos ellos, o lo fui, o lo seré. No es cuestión de tiempo: el tiempo está muerto y no hacemos más que llorarle, no seamos más gilipollas. Si estuviese en todas partes a la vez me encontraría aquí mismo y ahora. No sé si me explico. Podría ir a Singapur y volver, y no habría ido más lejos que a la calle Verdi. Si los árboles aún se esfuerzan por levantarse cada mañana, cómo no vas a hacerlo tú, cretino. Y este agosto tendré vacaciones la semana de fiesta mayor (y tú también, princesa, al fin coincidimos).